domingo, 24 de octubre de 2010

Historias de la Historia

ANECDOTARIO


Sociedad de Naciones. El delegado holandés Van Eyringe, hombre de grandísima cultura, escucha al delegado griego que habla, como no, de la paz universal.
—Los griegos, fíense de los griegos —va repitiendo el de­legado holandés.
—¿Qué tiene usted contra los griegos? —le preguntó un vecino.
—No tengo confianza en ellos.
—Yo creo que...
—¿Ha olvidado usted que entraron en Troya por la astu­cia dentro de un caballo de madera? —explota indignado el ilustre helenista.

Eduardo VIII llega de incógnito a París un día de niebla.
—Esto   del   incógnito   se  ha   acabado  —exclama—;   hasta la niebla lo sabe y me ha seguido desde Londres hasta aquí.

En el año 1883 se sublevó la guarnición en la Seo de Urgel. Púsose al frente de los sublevados el coronel don Francisco Fontcuberta. Este señor era espiritista y cuando recibió el aviso del fracaso de otra sublevación iniciada en Badajoz, in­tentó desistir, pero evocó el espíritu de Prim y, según mani­festación del propio suble-vado, éste le aconsejó salir adelante prometiéndole el triunfo, lo que acabó de decidirle. El espíritu del vencedor de los Castillejos sufrió lastimosa equivocación en este trance a que arrastró a Fontcuberta.

El general Moriones, procedente del campo republicano y de ideas un tanto avanzadas, presentóse en cierta ocasión a Alfonso XII. Temía el general la presencia del rey, que conocía perfectamente los antecedentes revolucionarios de Moriones, así que al comparecer  ante el soberano exclamó:
—Señor, yo no puedo ocultar que he hecho toda mi carrera en la revolución.
—¿Qué era usted en 1868? —preguntó el rey.
—Capitán, señor.
—Pues poca carrera ha hecho usted —replicó don Alfon­so— comparándola con otras y, sobre todo, con la mía. Yo en 1868 era soldado raso y ahora me encuentro de capitán general.

A Edmond About, después del golpe de estado del 16 de mayo, amigos políticos, muchos de los cuales habían vencido gracias a él, le olvidaron completamente. Ni un cargo, ni una condecoración, nada.
—Me lo habían prometido todo —decía—, lo había acep­tado todo... y no he obtenido nada.

Antes de entregarse a la policía, el bandido Bellacoscia habíase establecido en Bocognano, su lugar natal. Edmond About fue a visitarle y el bandido le invitó a cenar, mostrándole luego los recuerdos de sus correrías y regalos que había reci­bido cuando decidió abandonar su... profesión.
—Señor About, si usted quiere darme algo lo agradecería para mi colección.
—¿Quiere este anillo?
—No, gracias, es demasiado valioso.
—Pues no tengo más que este anillo o este cuchillo de caza. Tómelo usted, pero, por favor, tenga cuidado si por  acaso lo usa... pasan tantas cosas en la vida... no lo deje en el lugar del suceso... mi nombre está grabado en la hoja.

Victoriosa la I República, fueron de tal naturaleza los de­sórdenes, motines y sublevaciones que Castelar en el Con­greso manifestó:
...para sostener esta -forma de gobierno, necesito mucha infantería, mucha caballería, mucha artillería, mucha guardia civil y muchos carabineros.

Cuando moría un soberano era habitual el luto público o por lo menos en las diversas cortes europeas. En el café que frecuentaba Addison cada día entraba un parroquiano que pe­día el periódico y al terminarlo lanzaba un suspiro y decía a Addison:
—¡Alabado sea Dios! Todos los príncipes gozan de buena salud. La familia real se encuentra bien y por ahora no se presume ninguna muerte cercana.
Addison indagó y descubrió que aquel gran monárquico no era más que un fabricante de sedas y cintas.

Cuando Addison se dio cuenta que se moría mandó lla­mar a su yerno Warwike, cuya vida licenciosa le daba gran­des disgustos. Warwike llegó y preguntó al suegro:
—¿Por qué me habéis hecho llamar? ¿Necesitáis algo? ¿Te­néis algo impor-tante que decirme? Cualquier cosa que digáis será sagrada para mí.
Addison con visible esfuerzo se incorporó ligeramente en su lecho y, casi en un suspiro, le dijo:
—Os he mandado llamar para que veáis con cuánta paz puede morir un buen cristiano.

Cuando Abd el-Kader fue a Burdeos, el general de división de la ciudad quiso dar, en su honor, una gran fiesta en el teatro. Al aparecer el emir, el teatro, brillan-temente ilumi­nado, estaba adornado por gran cantidad de flores y las be­llísimas damas de la alta sociedad iban ataviadas con sus mejores galas, luciendo amplios escotes correspondientes a los vestidos de noche. El emir les lanzó una ojeada y dijo:
—¿Cómo puede darse que en una civilización como la vues­tra se permita que vuestras mujeres se presenten en forma tan indecente? Por mi parte os digo que no me atrevo a mi­rarlas. Permitidme que me vaya.
Y se fue.

Isabel de Inglaterra, según dicen las crónicas, era muy limpia, pues «se bañaba una vez al mes, lo necesitase o no».
Carlos II de Inglaterra y su corte son descritos así por Anthony Wood, anticuario de Oxford, en donde pasaron el verano de 1665:
«Aunque pulcros y alegres en apariencia, eran, sin embar­go, muy puercos y bestiales, dejando al marcharse su excre­mento en todos los rincones, en chime-neas, gabinetes, car­boneras, bodegas. Toscos, ordinarios, putañeros, vanidosos, vacíos, despreocupados.»

Lully, dirigiendo la orquesta con el gran bastón, que en aquel tiempo se usaba en lugar de la actual batuta, se hirió gravemente en el pie. Se declaró la gangrena; acudió el con­fesor y entre otras cosas le amonestó por escribir demasiada música profana:
—Haz un sacrificio, hijo mío, y quema el manuscrito de tu última ópera. Así te daré tranquilo la absolución.
Lully lo hizo así. Pero al saberlo su hijo se exclamó:
—¿Pero cómo hiciste caso a ese jansenista puritano? ¡Que­mar tu ópera, una obra maestra!
—Hijo mío, quemé el manuscrito, pero me queda una copia.

Gluck, el ilustre autor de Orfeo, adoraba el dinero y la buena comida y no se avergonzaba de decirlo. Alguien le preguntó:
—Maestro, ¿qué es lo que preferís en el mundo?
—Tres cosas: el dinero, el vino y la gloria.
—¡Cómo! Para vos, un músico, ¿la gloria viene después del dinero y del vino? No sois sincero...
—Pues es bien sencillo... con el dinero compro vino, el vino despierta mi genio y éste me trae la gloria.

El diario más popular en aquella época era La Correspon­dencia, periódico de noticias llamado entre los políticos «el gorro de dormir».
Unionista y conservador, sabía cautelosamente ocultar sus ideas y era celebrado por la espontaneidad con que daba las noticias de modo siempre irreflexivo. Así sucedió cuando co­municó a sus lectores el fallecimiento de Ventura de la Vega. El autor de El hombre de mundo luchó varios días entre la vida y la muerte y La Correspondencia reflejaba el estado del enfermo. Llega el triste momento y el diario insertó la noti­cia en estos términos:
—Hoy, por -fin falleció don Ventura de la Vega.

En el museo de Versalles se halla un reloj de mediados del siglo XVIII y cuyo canillón toca una melodía idéntica a la del God save the King, el himno nacional inglés.
Por otra parte un documento con la declaración de tres damas de Saint-Cyr y firmado ante el alcalde en septiembre de 1719 da fe de que el himno inglés no es otra cosa más que un antiguo motete conservado tradicionalmente en la comuni-dad de Saint-Cyr desde tiempos de Luis XIV y com­puesto por Lully.
Parece ser que Lully, para festejar el restablecimiento de Luis XIV que acababa de sufrir una enfermedad, compuso una cantata titulada Dieu sauve le Roí. Haendel, durante una de sus estancias en Francia, lo oyó y habiéndolo encontrado original se lo apropió y, a su regreso a Inglaterra, lo ofreció al rey Jorge I: era el God save the King.
Ello, según parece, era costumbre en el gran músico, al que el severo Bourgault Ducondray llama «el más grande ladrón musical que haya existido jamás».

Cansado de conceder beligerancia a las distintas ramas políticas cuya representación parlamentaria aprovechaban para derribar gobiernos, Posada Herrera intentó formar un Parlamento de Unión Liberal.
Censurado su criterio que mermaba votos a los partidos, exclamó:
—Los  ministerios no  deben  ser parlamentarios,  sino  los parlamentos  ministeriales.

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